domingo, 31 de agosto de 2008

La frustración



Pintura: Montserrat Gudiol

Uno se frustra cuando no logra estar a la altura de sus
expectativas. Y de este hecho la persona frustrada suele
darse cuenta con relativa facilidad. De lo que a menudo no
se percata es de la naturaleza exacta de sus expectativas,
lo cual es una lástima porque ocurre con frecuencia que
las expectativas de una persona son construcciones
ilusorias que están muy lejos no sólo de las posibilidades
naturales de quien las sueña, sino también de ser
materialmente posibles en el medio social que lo rodea y
determina.

La frustración nos vuelve iracundos porque percibimos que
no hemos sido capaces de salirnos con la nuestra, y
cuando la ira aprende a acomodarse en nuestro ánimo
como un depredador paciente, se convierte en rencor y
resentimiento. Esto ocurre tanto entre los individuos
como entre las naciones, de modo que hay individuos
frustrados, iracundos, resentidos y amargados, del mismo
modo que hay países en los que ciudadanías enteras se
revuelcan en el fango de la lamentación envenenada.

De esto quizás se desprenda que uno debería tener
expectativas acordes con sus posibilidades naturales y
con las bondades y carencias del medio social en el que
le toca desarrollarse. Pero si las expectativas tienen
que ver con el propio esfuerzo por cambiar el medio
social, el país y la nación, a fin de crear las condiciones
necesarias para que la frustración se circunscriba a la
falla individual y no se amplíe al impedimento social,
económico y político, entonces la ira y el resentimiento
resultantes de la frustración se "politizan", sumiendo a
los agentes del cambio en la queja propia de la
autoestima devaluada y la victimización denigrante.

Esta fase de frustración e ira la viven todos los países
en algún momento de su historia, sobre todo cuando las
oligarquías son los únicos grupos que se sienten
realizados en medio de su ignorancia y su poder mantenido
por la fuerza. Y se sienten así porque han logrado frustrar
las luchas colectivas cuya victoria hubiese creado las
condiciones de la justicia social o igualdad de
oportunidades.

Después, los países suelen vivir etapas de realización
colectiva, para luego transcurrir los turbios senderos de la
decadencia, a fin de ser capaces de volver a nacer y volver
a morir.

Así lo muestra el flujo de la historia, y quizá si pensáramos
nuestras expectativas en este marco determinante, los
desenlaces de nuestros esfuerzos se tornarían en elementos
de un valioso aprendizaje sobre nuestras posibilidades y
no en fuente inagotable de inútil amargura.

Entender esto equivale a alcanzarse a sí mismo, a
comprenderse como lo que uno es: un ser social
determinado por su entorno y condenado a cambiarlo o a
aceptarlo según sus rasgos específicos en un momento
histórico dado. Por ello es que Cioran, en su libro de 1954
Silogismos de la amargura, dice que: "Nuestro rencor
proviene del hecho de haber quedado por debajo de
nuestras posibilidades sin haber podido alcanzarnos a
nosotros mismos. Y eso nunca se lo perdonamos a los
demás".

Es decir, si de hecho conocemos nuestras posibilidades
concretas y no somos capaces de estar a su altura, nos
amargamos, y la violencia que brota de esa amargura se
la inflingimos a los otros, así como los otros nos la
inflingen de vuelta con aplicada saña y torvo rencor.

Si como individuos o como país arrastramos nuestra
devaluada autoestima por los caminos de este infierno,
hemos llegado a la imperiosa necesidad de actuar.

A no ser que escojamos cobrarle a los demás el amargado
precio de nuestra impotencia.


Mario Roberto Morales


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